Hedía a frutas podrías, caidas en los pequeños llanos que crean las carreteras marginales de los antiguos cañaverales. Las bulbujas fermentadas sonaban souer pop, sauer pop pop pop. Olía a moscas. En el corto plazo que toma de llegar de las afueras de San Lorenzo, donde abunda la lluvia, las gallinas y la carretera sin pavimentar, el taxi de repente dejó de oler a pino. Apestaba. Mejor haber cogido un motoratón o la buseta. Pero no íbamos a caber los tres en una Susuki y la Tres, una busetita con su verde descolorao debajo del blanco, con sus sillitas improvisadas, con su techito bajito de zinc y su motor ronroneante, corriá tarde. Estaba probablemente esperando la familia de diez de San Sonondo que le había pedido al conductor por Wasá que los esperara porque tenían un solo baño para ducharse. Rugía distantemente el cielo y todo el mundo sabía que olía a lluvia.
Para el, eran buenos chavos por una carrera y nos habíamos resignados a coger un taxi, uno de esos que uno llama en su lista de contactos porque algún amigo se lo sugerió y sabe que la probabilidad de un paseo billonario es baja.
Transitábamos por la autopista, camino al centro, esquivando trenes kilométricos cañeros, avisperos de motoratones y camiones con furgones recién descargados con el contrabando del mes de Rebook. Manejando entre los motoristas rumbo al norte, el taxista decidió enseñarnos lo carnal de la guerra en la selva, sin ningún aviso previo. La guerra continuaba. Había acabado. No sé qué me aterró más, las imágenes sangrientas y lúgubres que nos mostraba en su pantallita Huawei mientras nos miraba a los ojos a cada uno con unas pupilas rojas y secas o el hecho que varias veces casi caemos enredados entre el tren delantero del camión azucarero automatizado rumbo al ingenio. Las fotos en un cristal agrietado e imperfecto resaltaban contra el nubarón que se acercaba en la autopista y que veíamos contra el parabrisas negro delantero. Muchos habían muerto así en el último año, aplastados por estas culebras mecánicas. El mundo necesita mucha azuquita pa su café.
Una semana antes, esta misma persona, nos lamentaba que su hijo, a pesar de haber cursado los estudios universitarios y haber sacado buena calificación, había decidido, voluntariamente, ingresar a las fuerzas armadas de la Gran Colonia porque aun con su grado y buenas calificaciones no veía con mucha esperanza el mercado laboral ni en la Capital ni en el Valle de esta isla subcontinente. Y no podían escapar a la Gran Metropolis del continente con una visa. No tenía opción. Sentimos todos que nos contó esto hace años. “Me duele”, nos decía. Sabía muy bien como la precariedad lo llevó a esa situación.
Empezaba a nevar lentamente petalitos negros.
Es conocimiento popular en estas tierras fértiles de estiércol de vaca y cabalgatas de paso fino que los taxistas vienen de dos dificiles profesiones: o son pacientes de un gota-a-gota o son ex-policias. En uno por lo menos los alimentan, el otro es cosa de vampiros. Se rumora que los gota-a-gota, los que toman prestado a tazas de interés del diablo, son los del paseo millonareo. Dicen que el desespero los lleva a hacer cosas incontables, que los lleva a… Es sabio ser de pocas palabras con estos. Uno nuca sabe que le toca, especialmente si son cotorra…. Es mejor quedarse callao… Por eso, cuando nos contó su vida pretaxista de como lo mandaron a la jungla llena de mo y neblina, de como pasaron hambre, de como nunca escampaba, de como casi lo mata un guerillero gonorrea mal parido pile e mierda, de como le incapacitó el brazo derecho, el mismo con que nos enseñaba las espeluznantes fotos, censuradas en las redes, pixeladas en los televisores, exageradas en Hollywood, uno se quedaba callado, uno no decía nada, simplemente asentía porque uno sabía —verdaderamente— porqué le cuentan a uno esos cuentos: o para despecharse o para sacarle el bando al que pertenece, sabrá Dios con qué fin. Bueeeno. Con el fin de espiarlo y saber, de chismear, de saber qué hacer cuando vuelvan los Pajaracos o el Frente. Se apunta el dedo y kikscht kikscht. O decir “ya nos vamos, allá están los tuyos”. Uno calla para protegerse. O te silencias o te silenciarán. Porque así como le hacen kikscht kikscht al que habla de más, también se lo hacen al que maulla demasiado o al que ladra demasiado. “Demasiado wuf wuf wuf, demoles kikscht kikscht”, la semana que viene. “Ejo e normal aquí, papito”— una vez me dijo un herrero— “que ají me matarom el gatico mío”. Según el en estas tierras suyas dicen que algún colono en un pasado ya olvidado parió el dicho “A buen entendedor, pocas palabras“, pero que cuando se regó el dicho fuera de sus fronteras se les olvidó añadir el kikscht kikscht.
Los tres callamos ¿Qué decír? ¿Cómo responder a tres fotos de alguien con sus sesos volados, tirado frente a un tronco de una ceiba? ¿Qué decir de la selfie de un joven militar ante varios cadáveres immóviles hecho carne molida?
Apestaba a maracuyá fermentado con banano y mango larvoso. No podíamos abrir las ventanas del carro estartalado con motor de gas y puertas de zinc.
Ya estaba nevando a cántaros cenizas y apenas podíamos ver por los retrovisores a los otros motoristas. Y él seguía guiando, yo no sé cómo, ciego de la furia, sin mirar hacia adelante. “¿Chierto que ellosh je lo merechen? ¿CHierto que chi?” Silencio. Mis instintos me decían que vomitara pero mi razón ya llevaba años entrenando a procesar esto y peores cosas; a ver la cloaca del comportamiento humano sin filtro… para que ustedes no lo vean. El ser moderador de contenido de las redes sociales me había normalizado.
Mi esposa me apretaba claves morses. Paa pa, paa paa paa. papápapá papaaa paa papapa . No hables, repito, no hables. La mano le temblaba mientras me texteaba.
Nos las enseñaba como en el pasado nos enseñó fotos de sus otros hijos, retratos de sus queridas nietas lindas, poses de su esposa linda que le salió buena. En sus ojos había un poco de placer antiguo, un poco de venganza añeja. Para él, justicia. Pero también había miedo. No como el miedo de nosotros a volcarnos o quedar varados entre el chasi cañero, o el terror de tener que empacar e irnos porque nos ganamos el tiquete de la lotería del soborno. No. Su miedo era de morir lentamente despues de haber sentido el súbito suspiro la muerte. Le había puesto una tutela al cuerpo policiaco militar por su pensión y su seguro médico. Había recibido una ráfaga entera al hombro “y aquí estoy como me ven. Enterito”. Después de haberse sacrificado, el papá-estado lo había desamparado. El colmo para él era morir porque le negarían la atención médica a su esposa y terminaría con el barril en la quijada porqué… “no puedo vivir sin ella, tan bella, esh que me chalió buena de verash. Me chalió tam buena, no como la anterior, esa que ¡jummm!, echa chi que…” Y yo sé que no decía esto, pero literal, lo que escuchaba saliendo de la boca de él cuando se espumaba por su ex era: “Maldita uta, maldita eyaca, se pasa to los días saborean atracas, ingas en los paris, ingas en los montes…“. No paré de escucharlo hablar así hasta que dijo “Y ahora puedo perder a mi hijo allá en la jungla”.
Ese era su miedo. En sus ojos. Peder. Todo. Lo prometido.
Con la C, O, enne, té, ese, tá le morseé “Contesta” a mi esposa. Ella ya conocía navegar el terror, los coches bombas, los asesinatos de candidatos presidentiales, las activistas golpeadas, la desaparición de vaaaarios, las torturas y la muerte de humoristas y comediantes, de activistas, de mequetrefes, el acoso colectivo en los transbuses balas, los feminicidios semanales, lidiar con machos coordiales. No dijo nada. Entonces yo con un flow pausado dije unas pocas palabras. Algo para espantar el silencio revelador. Ya llegábamos a nuestro destino: una cola kilométrica para sacar el permiso notarial para solicitar la cita médica con seis meses de antelación porque habían anunciado en las redes que el Estado solo vendría una vez esta vez, una vez este año. Era una fila que algunos llevaban varias mañanas desde las tres de la madrugada pacientemente esperando su turno para coger su papelito estrujado con el numerito escrito a mano para entrar al coliseo. Habían esperado tanto que nuevos negocios se instalaron con carritos, sirviendo arepas y jugos de caña y habían llegado cientos de transeuntes a vender caramelos de sus mochilas. Cuando paramos, de immediato abrí la puerta. El aire se había caramelizado. Había escampado y la acera parecia una larga serpiente gris con marcas circulares negras. Del carbón ceniza en el aire no quedaba nada. Olor fresco, como primavera húmeda tropical, ya no olía a fermentación ni bagazo. Los diez mil pagados, la puerta cerrada y la suegra en la fila, le dije finalmente con mis ojos a mi esposa:
—Qué horror.
Mientras hicimos la fila, creí haber escuchado en la chamacoteca que estaba justo al lado, chamaquitos cantar la cancíon añeja del regueton que dice “Vamos pa la disco si quieres bailal, vamos pa la disco si queries sentil, vamos pa mi casa si quierés llaquear y si me quieres perrear pues lo hacemos aquí”. La cantaban en plena tarde soleada después de una quema de cañaveral, con Coca Cola en mano, pero la cantaban en Vayuñol: “Vamo pa la disco si querés bailar, vamos pa la disco si querés sentir, vamos pa mi casa si querés coger y si querés perrear pue lo jacemosaquí.” La de las Guanábanas Podrías. Y sé que suena absurdo, pero ahí fue que caí en cuenta que a eso era lo que olía: a guanábanas podrías. Personas de tercera edad y ex-jornaleros de la caña haciendo fila para una cita con el nuevo seguro y al lado el perreo a puro volumen y yo con la mente en ese olor putrefacto del taxi amarillo mostaza queriendo una Coca-Cola fría mientras caían los últimos copitos de ceniza del cañaveral.
No fue hasta que volvimos a la casa fresca y escondida en las ruralidades de San Lorenzo cuando pudimos desenredar el evento, el del taxista. No hablábamos en voz alta por miedo a que los vecinos nos escucharan. Uno nunca sabe quién escucha qué y no se debe confiar. Uno nunca sabe quién es quién verdaderamente. Susurábamos, gestábamos con las manos.
— Nooo, no. Con jocho años que llevo aquí, jamás había yo visto tanta jum. ¿Sabés?. Mejor no digo. Por ejo cojo la buseta, hija.—confesaba mi suegra.
— No nos volvemos a montar con él, bórralo de la lista— le ordené a mi esposa.
— Lo siento, sí. ¿Pero cómo hacemos cuando nos ve caminando por el barrio o por el centro buscando taxi o buseta? ¿Le mentimos?— respondió ella, intentando buscar un centro, un balance.
— Yo qué sé pero borralo. Ese tipo tiene demasiadas vainas y chanchullos. ¿No les olía a guanábana?
— ¿Qué?— a las manos de la doña suegra mía, le parecía absurda la pregunta.
— A guanábana podría, ¿no les olía?
— No.
— No.
— Yo casi me vomito. Olía a maví de guanábana pasao. Por suerte Chotabook me..
— ¿Quizás fue la quema del cañaveral?— me interrumpieron, apuntando afuera.
— No, me olía a guanábana. Como la que caía en el patio de la casa de mi abuela y se podrían y venían las iguanas a emborracharse. En Carolina.
— ¡Qué raro! Pero entonces, ¿qué hacemos para mañana? Tenemos que reclamar nuestro puesto en la cola.— nos decía mi suegra, moviendo un papelito en el aire con un numerito escrito con marcador.
— Aquí dice que va a llover mañana, deberíamos considerar —Mi esposa, me decía con los pulgares moviendose hacia arriba en la pantalla.
— Va a llover qué: ¿lluvia, ceniza?— mi pulgar, girando, preguntó.
— Granizo.— ella contestó
Esa noche el campo estuvo callao. Ni un coqui cantó, ni un grillo grilló, ni un cucubano brilló. El lago artificial estaba vestido de luto y no había ningún ganado. Era la calma.
A las 3:13am, el barrio, los vecinos callaron sus bachallenatos, cumbias, salsas, reguetones. Los gatos dejaron sus apuestas, borracheras y peleas. El gato Bemó, negro y gordísimo, con ese nombre tan extraño que le pusieron las vecinas, cobró sus cuentas de las peleas felinas y la cubierta de zinc anunciaba la llegada tempestuosa que todos ya habíamos olido.
Bajo el mosquitero, no podía de dejar de imaginarme como cada bala de granizo desmembraba caras de niños, cuerpos morochos. Balas blancas guayando cuerpos de un conflicto que. No entiendo. Balas heladas en caida libre del cielo nevando sobre el zinc corrugado de las casas prefabricadas de los vecinos. No siento. La crueldad fría en tierra indígena invadida. Una vieja lo vio todo. Una cara de un vándalo guindando como un trapo en las espinas que le quedaban a una ceiba cicatrizada que llegaba a la vejez. Montañas de cuerpos de masacres nunca televisadas, nunca anunciadas, con cada miembro corporal lleno de larvas corrompiendo su tejido a la naturaleza. No duermo.
Tras el mosquitero, los relámpagos iluminaban el cuarto que ahora tenía un Gran Corazón de India en medio del cuarto. A cada lado graviolas y sininis de verde fosforescentes y espinosos, todos moviendose como teletubies, reventando con gusanitos y larvas multicolores. Un corazón gigante y verde y fermentado, con pequeños gusanos en cada punta, como pus de un barro de adolescente baboso en una guanábana. El Gran Corazón de India parecía que iba a reventar una de sus espinas para dar paso a la larga criatura madre que llevaba dentro y las pequeñas espinas de la parte de abajo de la gran guanábana caían e instantaneamente se multiplicaban en el cuarto por todo el borde de la cama. Y las graviolas se duplicaban y los sininis mitoseaban. En metástasis, el cuarto entero y sin puerta con ventanas modernas de aluminio y cristal, se llenó de miles y miles de guanábanas graviolas sininis y se empubajan una a la otra como con prisa, listas para ver el nacimiento de la criatura que ahora estaba a punto de reventar de la parte superior de la gran guanábana madre que es el Gran Corazón de India. Yo me quedé paralizado sin saber si era una pesadilla o una alucinación.
Los rayos —¡FLASH!— caían catapún catapún. Fotografeaban el cuarto e insistían en que escucharamos su tiroteo. Sauer pop POP! pata PA! po pop. Finalmente le nació de las entrañas. Era un gusano blanco con puntitos negros y su cara era la mismísima cara que estaba en los elfies. La baba blanca sacudida, encima de la guanábana fosforescente, se me quedó mirando. La pared terciopelo roja y a él le brillaba la cara verde. De repente sentí un vacío profundo y miedo, miedo, miedo de que nos encontráramos a el *man* ese otra vez y tener que escucharle otra vez el cuentico o hablarle como si nada hubiera pasado. Pero de repente, en sus ojos, vislumbré nítidamente la pesadilla. Eso era, una pesadilla. Ya había estado programado para procesar esto, inclusive en mis sueños. Así nos entrenaban a todos. Se me vino una paz nítida y una mano me rascaba suavemente la espalda, diciendome —no pasa nada, duermete— y así como una fotografía Polaroid en reversa, la escena se desvanecía len-ta-men-te. Se me olvida. ba. to. do. Pero mi mente le peleaba. Mi mente insistía en cantar
Ga.ti.llo.Tu
jalas.te.
La vi.da.le
qui.tas.te
Des. pues. de to.do eso
en. un. mon.te
lo ti.ras.te
Pero tenía que olvidarlo y aceptar todo todito todo. Eso era normal. Eso pasa. Como pasó en Irak cuando los soldados posteaban en las redes sus trofeos secretamente, pasó en Birmania cuando hicieron el gran festival del kiktsch kiktsch, pasaba en El Salvador y pasaba en todo el mundo y nada. Se borra, se olvida y acep. ta. lo. Y mi mente seguía, perdiendo:
cre.yen.do.te
un dios.
cre.yen.do.te
el mejor.
qui.tán.do.le
la vida.
te creís.te
ser matón.
la san.gre
por. el. piso.
ya.tu.sabe.como.corria…
Y escuchaba a las Guanabanas y rapeaba con ellos pero lentamente me olvidaba, me olvidaba de la letra, y lo aceptaba. Lo acep. ta. ba. todo. Se me. olvidaba. todo. Y lo acep. ta ba. todo. Todo. como si. todo. fuera. normal.
Esa noche llovió granizo entre la ceniza.